Una lectura del mandato de Trump y el colapso de la narrativa sionista en EE. UU.

En política, las decisiones radicales rara vez emergen del vacío. Suelen brotar de un miedo profundo, de una sensación existencial de pérdida ante el derrumbe de estructuras que alguna vez parecieron inquebrantables. Tal es el caso de la medida adoptada durante el mandato del expresidente estadounidense Donald Trump, revelada por la agencia Reuters: condicionar 1.900 millones de dólares en ayudas de emergencia a estados y ciudades estadounidenses a que éstos se comprometan a no boicotear a empresas israelíes.

Lejos de ser una simple decisión administrativa interna, esta medida constituye un acto político e ideológico de alcance transnacional. Es una respuesta a un fenómeno que el establishment político estadounidense no puede seguir ignorando: la narrativa palestina ha perforado las barreras de la institucionalidad norteamericana y ha comenzado a influir, con fuerza, en la opinión pública.

De la ayuda humanitaria al chantaje político

Lo que antes eran fondos federales destinados a responder a catástrofes naturales o necesidades sociales, ahora se utilizan como herramientas de presión ideológica. Si una ciudad o un estado expresa simpatía por la causa palestina o apoya la campaña de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), se arriesga a ser castigada financieramente.

Este giro inquietante redefine el significado de “lealtad nacional” en Estados Unidos: ya no se mide por la adhesión a los valores constitucionales o al ejercicio de la libertad de expresión, sino por la disposición a no cuestionar las políticas del Estado de Israel.

El colapso simbólico de una narrativa hegemónica

Desde la guerra de 1967, la narrativa sionista ha gozado de una hegemonía casi absoluta en el discurso político y mediático estadounidense. Israel era retratado como la «pequeña víctima», «la única democracia en Oriente Medio», y «el baluarte contra el terrorismo». Sin embargo, esta imagen ha empezado a desmoronarse, especialmente tras la Segunda Intifada, los sucesivos ataques a Gaza, y con más fuerza tras las recientes masacres en el enclave palestino.

En universidades, sindicatos y gobiernos locales, el apoyo automático a Israel ya no es la norma. Las y los palestinos comienzan a ser reconocidos como víctimas del apartheid, la ocupación militar y la limpieza étnica. Encuestas recientes de Pew Research Center y Gallup reflejan este giro, mostrando una caída significativa en el apoyo a Israel, especialmente entre los jóvenes y simpatizantes del Partido Demócrata.

El miedo disfrazado de autoridad

El decreto de Trump no es un acto de fortaleza, sino una reacción desesperada. Cuando la capacidad de persuadir se agota, el poder recurre al castigo. La represión de la campaña BDS, a través del chantaje económico a las propias ciudades estadounidenses, no es más que una tentativa inútil por frenar el derrumbe de la hegemonía simbólica del sionismo dentro del principal aliado de Israel.

Lo que más teme el aparato sionista no son los cohetes, sino perder el supuesto “derecho moral” a actuar en nombre de la defensa propia. Lo que más le preocupa no es la resistencia armada, sino que el mundo lo perciba no como víctima, sino como verdugo. Y sabe que perder la batalla narrativa en Estados Unidos implica una amenaza estratégica de gran calado para su legitimidad internacional.

El principio del fin del silencio

La medida impulsada por Trump —utilizar el dinero público estadounidense como herramienta de coerción política— no refuerza a Israel. Por el contrario, es un reflejo claro de su debilidad simbólica y del declive de su imagen dentro de la sociedad norteamericana.

Estamos ante un cambio de época. La causa palestina ya no es patrimonio exclusivo de círculos militantes o académicos: se ha convertido en un factor real de debate político, en una lucha de derechos humanos que interpela a toda la ciudadanía. Y, como toda narrativa justa que logra hacerse oír, comienza a transformarse en acción concreta.

Hoy, quienes redactan decretos y leyes represivas en Estados Unidos no luchan contra una organización o un grupo armado. Luchan contra una idea: que Palestina tiene una historia que merece ser contada, creída y defendida. Y eso, en sí mismo, es un triunfo en la batalla simbólica que, desde el corazón mismo de Occidente, está empezando a cambiar el rumbo de la historia.